Había una vez, un pequeño niño, de corazón maltrecho, huérfano de madre, que se refugiaba entre las sombras de su habitación y sólo la abandonaba en la noche oscura. Paseaba bajo las farolas tintineantes, y las diminutas perlas de cristal que caían del cielo mojaban sus mejillas redondas y pálidas de niño enfermo.
Cierto día, durante uno de sus paseos nocturnos, aquel niño entró en un pasadizo, una callejuela tan angosta, que era imposible vislumbrar su final. Caminó y caminó, y extasiado por el largo camino, se detuvo a descansar. Pensó "¿Cuándo acabará este callejón? Estoy cansado de andar y el amanecer llegará pronto". A su lado había una pequeña fuente de agua cristalina y bebió un poco para recuperar el aliento. Era agua fresca y pura, que le resbalaba por el hoyuelo de la barbilla, se escapaba de sus dedos (como tantas otras cosas), pero resultaba reconfortante.
Prosiguió su camino, pasito a pasito, deteniéndose a descansar, y en cada una de las veces, bebió de las fuentes de agua pura que encontraba. Por fin, aunque todavía era de noche, vio una luz al final del callejón, y allí encontró a su madre, que iba ataviada con un largo vestido blanco.
- ¡Mamá! Pareces una novia, estás preciosa.
- Lo siento hijo mío, por abandonarte tan pronto... Veo que has vuelto a mi lado. Ahora mi corazón y mi alma están mezcladas en dicha y pesadumbre.
- Mamá, te he echado mucho de menos. Pero ahora papá está solo...
- Tranquilo, sabrá cuidarse. Vamos, nos esperan.
Y así fue, como el niño que dormía siempre y paseaba en sueños se reunió con su amada madre en un halo de luz blanca, salpicada de gotas de rocío, y desapareció para siempre.
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